La masacre de la que no hay registro

Un reportaje de Valeria GuzmánFotografías de Érica Chávez

AMaría Cruz Pérez le mataron a tres de sus familiares entre enero y febrero de 1932. Tuvo que esperar dos meses, hasta que el martes 5 de abril de ese año, a las 11 de la mañana, llegó a la Alcaldía de Izalco a decir algo que nadie más se había atrevido a declarar ante las autoridades locales. Dio los datos para crear el acta de defunción de su esposo Felipe Tiguin y de sus cuñados José y Andrés, muertos en medio de la persecución indígena. Los tres eran jornaleros.

"Felipe Tiguin, varón indígena de 30 años de edad falleció el 29 de enero pasado en el barrio Dolores de esta ciudad, murió trágicamente sin asistencia médica", reza una de las actas. María Cruz Pérez declaró, pero no firmó ninguna acta. No sabía leer ni escribir.

Los tres parientes de María Cruz Pérez fueron los primeros indígenas cuyas muertes trágicas se registraron en la Alcaldía de Izalco. Fueron de los pocos indígenas asesinados de ese municipio de los cuales quedó constancia. Ninguno de los empleados actuales de la alcaldía se explica cómo, en unos tiempos en los que se perseguía a los indígenas hasta la muerte, esa mujer se atrevió para romper el anonimato oficial en el que habían quedado esos difuntos y pedir que sus nombres y fechas de muerte quedaran por escrito.

María fue la primera viuda en declarar que su esposo indígena había muerto tras los sucesos de 1932. Entre abril y agosto de ese año, otras personas, en su mayoría mujeres, hicieron lo mismo. Se acercaron a la alcaldía para sacar el acta de defunción de sus familiares fallecidos durante las semanas en las que se llevó a cabo la matanza campesina más grande del siglo XX en el occidente del país.

Estos datos están en el libro de actas de defunciones de 1932 que resguarda el archivo de la Alcaldía Municipal de Izalco hasta el día de hoy. Además de ese libro remendado y manchado, que tiene páginas llenas de cinta adhesiva, hay también otros documentos que dan cuenta de la masacre.

Las condiciones del archivo no son las más favorables ni ayudan a preservar sus documentos. A pesar de que estos dan cuenta del inicio del Martinato, de la crisis étnica de El Salvador y del accionar de un presidente derrocado, la documentación se mantiene en un espacio que no cumple con las recomendaciones del Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP).

Esos archivos dan pistas sobre el calibre de la masacre indígena en Izalco y de cómo la municipalidad de hace 85 años se encargó de sepultar no solo cadáveres, sino las oportunidades de una raza entera.

El libro de actas de defunciones izalqueñas de 1932 recoge que ese año en el municipio murieron 439 personas por diferentes causas. Solo 24 de esas muertes, de acuerdo con el registro, fueron violentas. La documentación local dice que la mayoría de personas fallecieron a causa de enfermedades como fiebre, indigestión, paludismo, bronquitis, lombrices y cólicos en el estómago. Investigaciones posteriores demuestran que esa versión oficial es una manipulación de la historia y la negación de un genocidio.

La alcaldía izalqueña cerró enero con actas de defunción de 34 personas. Eso a pesar de que en ese mes las calles de la ciudad se llenaron de cadáveres, según historiadores. De los 34 fallecidos que la comuna contabilizó al cierre del mes, solo se escribió de la muerte violenta de una persona.

"Salvador Angulo, varón ladino de 17 años de edad, soltero, panadero, falleció el 11 del corriente a las diez horas a consecuencia de una lesión que se causó con arma de fuego en la sien derecha", se lee en el acta número 13.

"Dependiendo de quién haga el cálculo, la cifra de víctimas de la represión oscila entre 5,000 y 35,000", escribió el investigador Héctor Lindo en la revista Historia (enero-diciembre 2004). Algo se tiene claro: los asesinatos sobrepasaron el millar de personas en las poblaciones de Tacuba, Ahuachapán, Sonzacate, Juayúa, Salcoatitán, Nahuizalco, Sonsonate, Colón e Izalco.

La historia de la masacre de miles de indígenas comenzó la medianoche del 22 de enero, cuando cientos de jornaleros (en su mayoría indígenas) se armaron con machetes y se abalanzaron contra haciendas de terratenientes y cuarteles al occidente del país. La insurrección campesina, harta de las profundas desigualdades económicas, demandaba mayor acceso a la tierra.

La respuesta del presidente Maximiliano Hernández Martínez fue brutal. Para someter a los rebeldes, ordenó asesinar a todo aquel que pareciera indígena. "Uno de los peores casos de represión estatal en la historia moderna de América Latina", llama a este suceso el investigador Erik Ching.

Por dicha represión, que se extendió semanas después del asalto a cuarteles, es que nadie en la Alcaldía de Izalco puede explicar cómo esa mujer, María Cruz Pérez, tuvo el valor de declarar la muerte de su esposo y cuñados en abril del mismo año.

El libro de defunciones de 1932 de Izalco permite establecer la existencia de un subregistro de asesinados. Las actas sostienen que en el transcurso de todo ese año, solo 24 personas murieron de forma violenta en este municipio. Al menos 21 de esas muertes sucedieron a finales de enero e inicios de febrero. No es casualidad que la mayoría de muertes violentas coincidan en fecha. Ese fue el periodo en el...

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