Domingo de Pentecostés

Rutilio SilvestriColumnista de LA PRENSA GRÁFICALa liturgia de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen y los apóstoles, la compara a "un viento que soplaba fuertemente".El Espíritu Santo es, como nos lo recuerda la Liturgia, "descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas"; y lo pedimos de esta manera: "Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas". Él entra en las situaciones y las transforma, cambia los corazones y cambia los acontecimientos.Los discípulos, que al principio estaban llenos de miedo, atrincherados con las puertas cerradas también después de la resurrección del Maestro, son transformados por el Espíritu y, como anuncia Jesús en el Evangelio, "dan testimonio de Él".El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con ser mediocre, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza.De culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.Abre nuevos caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a Gaza. En aquel camino Felipe predica al funcionario etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a Cesarea: siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad de Dios.Luego está Pablo, que "encadenado por el Espíritu", viaja hasta los más lejanos...

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