Para que la paz verdaderamente prospere en nuestro ambiente hay que darles sentido permanente a las vidas de todos los ciudadanos

David Escobar GalindoColumnista de LA PRENSA GRÁFICADesde que se firmaron los Acuerdos de Paz, allá el 16 de enero de 1992, es decir hace ya más de 32 años, los salvadoreños hemos venido siendo testigos y actores de un nuevo proceso histórico nacional, haciendo factible el creciente reconocimiento de lo que falta por hacer para que dicho avance se convierta en una dinámica realmente fortalecedora de nuestra identidad en el tiempo. Y lo que brota en primer lugar es el concepto de paz. Antes de la guerra no hubo real vivencia de paz en el ambiente, aunque las apariencias dijeran lo contrario, porque las condiciones de vida eran deplorables para una gran parte de la población nacional; y eso le dio paso al conflicto bélico que los salvadoreños padecimos durante más de una década. La guerra fracasó como tal, dejando una larga lista de tareas históricas por hacer.Dichas tareas no se cumplieron de veras, poniendo a la ciudadanía ante otro desafío de supervivencia. La voluntad ciudadana apuntó hacia los sujetos que seguían siendo incumplidores obsesivos: los políticos que habían estado por tantos años al frente de la conducción nacional, y los despojó de ese poder tan mal ejercido. En ésas estamos hoy, viviendo otra gran prueba, que hay que tratar de que resulte bien, aunque eso nunca puede asegurarse de antemano. Lo más positivo con que se cuenta ahora es el hecho de que la voluntad de la ciudadanía sea la principal impulsora del quehacer nacional. Esto no se había manifestado antes con la nitidez en que se da hoy, y por eso hay que irlo manejando como lo que es: la fórmula segura del avance.Y así podemos llegar a concluir, con todo el aplomo del caso, que la paz es más, mucho más, que un discurso y que un contradiscurso: es la naturalidad del vivir comunitario, que se sustenta en un acopio de relaciones interpersonales sin cesar en el tiempo. La paz, en primer término, es un estado de conciencia, que se alimenta de impulsos espontáneos y de propósitos vitales emparentados con lo más vivo de nuestra naturaleza. Siendo así las cosas, la paz nunca nos mira de reojo, siempre nos mira de frente, como lo demuestran los hechos desde el inicio de los tiempos. En otras palabras, la paz es confiable desde su raíz, y la guerra es desconfiable en cualquiera de sus ramificaciones.¿Y entonces, cómo es posible que la guerra tenga tantos adeptos notorios, y la paz aparezca siempre como vergonzosamente refugiada en el anhelo de unos pocos? Esta pregunta crucial...

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